Así aconteció; sentadas en el sofá del cuarto de la televisión, una triste tarde, soleada pero triste, porque las tardes son muy listas y saben lo que va a suceder. Mi tía Esther, entre sonrisas y humo, sacó la letanía de su desdicha de la cartera. Cuarenta años atrás, la única niña de entre sus tres hijos, María Esther, había sido arrollada por la bicicleta de otro niño mientras jugaban al pilla-pilla.
Aquel día se despertó, desayunó, jugó, se bañó en la piscina, comió y terminó con una sabrosa sandía que se convertiría en el aviso de su inminente huída al más allá. “…mamá salgo a jugar a la avenida…”, eso fue lo último que escuchó de sus labios, porque el resto lo hizo con pluma y papel.
Calló. Se hirió, pero por dentro, porque por fuera seguía siendo ella, la que se reía, la que comía sandía. Pasó un día. Murió. Un mal golpe, quizás un mal día, una mala tarde. La tarde lloró y la bicicleta también. El niño que la arroyó murió un poco por dentro y por fuera, nunca más en su vida pudo subir a una bicicleta porque podría haber otra tarde como aquella. La sandía huyó de su boca momentos antes de morir, la que había tragado unas horas antes. ¿Sandía?, no. Era sangre, la que se confundió con la fresca fruta, la que la mató. Tía Esther sufrió y murió por dentro y por fuera, también por donde ya no se podía porque lloró más de lo que pudieron sus ojos y tuvo que ser intervenida de varias úlceras oculares, la del corazón, la de la pena, no se la detectaron.
Lo que relato en estas líneas, me lo contaron a su vez otros ya que era tema tabú en la familia, el pecado del arrebato del destino, de la madre huérfana de hija, huérfana de vida y de ilusiones. La madre “loca” de amor por la hija que no tenía. La buscaba al colegio, palpaba a las demás niñas intentando encontrar y reconocer a la suya, la que ya no estaba, la que descansaba en las paredes del cementerio. El sol se escondía, por no ver el rostro desfigurado y daba paso a la luna lunera que todavía la encontraba en las rejas del patio, esperando, por si se hubiese entretenido con alguna amiguita… Pero María Esther no llegaba. Entonces el desespero daba paso a la abnegada valentía, que la trasportaba a los rincones más tétricos del cementerio donde se dejaba las uñas arañando el mármol del nicho, suplicando a la fría piedra que le devolviera a la hija de la que no pudo despedirse.
Pasaron los días y los meses de aquel pestilente año, de aquella década de los sesenta que a pesar de proclamar alegría y libertad, la sumió en angustia y desdicha. Cayó en picado hacía el sótano de la vida, donde nadie baja, donde hay gusarapos y musarañas, donde nunca encontraría a su hija, donde no esperaba encontrarla porque seguro, estaba con los ángeles del cielo.
Nací yo, en 1981, y para ella fue como recuperar a la niña perdida. En mi bautizo, comunión, cumpleaños varios, siempre corría una lágrima por aquel rostro que parecía haberlo visto todo en la vida, todo…Cuando yo era pequeña, recuerdo un bonito óleo de María Esther poco antes de morir. Con aire alegre y moderno, observaba la vida desde otro plano, desde lo alto del aparador, con los ángeles, claro… y con las mariposas blancas que según mi tía, la perseguían cuando andaba por el parque, indudablemente era ella, no cabe duda. Todos hemos sabido siempre que era ella.
Ese día, en casa, en el sofá, nos mostró la primera carta que le escribió al espectro de su hija, en aquellos días tristes, cuando despertaba por las noches atosigada por el alma de quien no puede partir todavía. Fue entonces, desahogándose después de cuarenta años, dando rienda suelta a su pena, cuando por fin las sentí juntas de verdad. Las dos, la madre y la hija. María Esther estaba allí, sentada con nosotras, abrazando a su madre por detrás, para no sorprenderla. Mientras tanto, las palabras de su madre salían despavoridas y yo me bebía las lágrimas por aquella vida que nunca conocí, por la persona que fue y el alma que es, por el amor tan grande que irradió y que todavía nos da, por lo que significó en la vida de su madre, que también es la mía. Por lo que nos dejó, lágrimas tristes sobre la bicicleta.
“… A su niña, su ilusión…”